El sábado pasado, a mi regreso de la motivadora reunión del grupo fogonero de Articulación Patagónica en Bariloche, decidí realizar un cambio de hábito. En lugar de tomar un taxi desde el Aeroparque hasta mi casa, emprendí una caminata hasta Lugones y La Pampa.
Los motivos de mi decisión fueron varios. En primer lugar, necesitaba estirar las piernas luego de tener las rodillas aplastadas contra el asiento de adelante durante dos horas -es increible como los aviones se parecen cada día más a un 60 con alas-. En segundo lugar, me parece correcto reducir los gastos -más cuando son financiados por el tercer sector- y la vuelta que tienen que hacer los taxis para ir a Belgrano desde el Aeroparque determinan que el viaje nunca cueste menos de 10 pesos. En cambio, desde Lugones y La Pampa el importe nunca supera los 5 mangos. En tercer lugar, intuía que la caminata por la costanera del Río de la Plata, a las cuatro de la tarde, sería una experiencia agradable.
Con ese espíritu emprendí la marcha. Luego de cruzarme con un par de corredores que buscaban mejorar su forma física trotando alrededor de la estación aérea, comencé a toparme con una extraña tribu porteña: las personas que estacionan sus autos en la vereda del Aeroparque y se disponen a observar los aterrizajes en familia. Enseguida, inicié una reflexión acerca de las motivaciones que atraen a estos personajes urbanos a instalarse durante horas a la vera de la reja que los separa de la pista.
Muy rápido descarté que el motivo pueda ser la fascinación por las máquinas voladoras. Esa causa podría ser entendible en los años siguientes al invento de los hermanos Wright, pero no en 2006. Entonces, comprendí -o quizás fue una proyección propia- que la atracción tiene un fuerte arraigo en el morbo y en la remota posibilidad de que un avión se estrelle en el momento del aterrizaje. Comprobé esta trágica hipótesis cuando ante el ensordecedor ruido de las turbinas y la inminencia del contacto del tren de aterrizaje con el asfalto, la mayoría de los curiosos espectadores corrieron hasta la reja y se treparon para poder observar mejor, como esos futbolistas que se cuelgan del alambrado para festejar su gol.
En ese instante, intenté adivinar cuáles serían las consecuencias de un posible accidente, y más allá del espectáculo morboso y desolador de toda catástrofe me imaginé un atragantamiento masivo de mate y bizcochitos y los gritos y llantos generalizados de chicos horrorizados. Creo que ante esa reacción los padres comprenderían que la mejor opción es llevarlos a la calesita.
La idea me divirtió y creo que llegó a hecerse visible en una semi sonrisa, justo en el momento en que volví a tomar conciencia: ya había llegado al puente peatonal que cruza la avenida Lugones. A medida que los sentidos volvían a activarse comencé a sentir que la tela del pantalón de corderoy -que me supo proteger del frío viento cordillerano, típico del otoño de la Patagonia Norte- se había convertido en una especie de nylon pegajoso y se adhería a mis piernas como una sanguijuela sedienta. Para colmo, conseguir un taxi en Pampa y Figueroa Alcorta no es una tarea sencilla. Fue justo en ese momento que tuve una revelación: me parece que la próxima vez tomo el taxi en Aeroparque.
lunes, abril 10, 2006
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2 comentarios:
No se que tiene la nota pero me identifique totalmente. HAsta hice la misma sonrisa que vos.
Sos un grande tiger
grande poeta...
"se había convertido en una especie de nylon pegajoso y se adhería a mis piernas como una sanguijuela sedienta."
el dancing del diego me lo voy a bajar al rigido para educar a las bestias que no siempre tienen tan presente al mas grande de todos los tiempos...
un abrazo grande desde una calurosa praga
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